"Cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Parto de un concepto general; sé más o menos el principio y el fin, y luego voy descubriendo las partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no tengo la sensación de que dependan de mi arbitrio; las cosas son así. Son así, pero están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas." (Borges, Jorge Luis, "Cinco. La poesía", en: Siete noches, México: FCE, 1980, p. 106)
lunes, 30 de julio de 2007
miércoles, 25 de julio de 2007
jueves, 19 de julio de 2007
Sobre música y hermenéutica
UNA APROXIMACIÓN A LA MÍMESIS Y LOS LÍMITES
DEL LENGUAJE
m
La música constituye una revelación más alta que ninguna filosofía
Ludwig van Beethoven
A la pregunta de por qué existe la música, responderé:
para vivir la experiencia humana
Luc Delannoy
ACLARACIONES PRELIMINARES
De todos los múltiples, variados y ricos desarrollos que la hermenéutica filosófica de Gadamaer ha propiciado, desde su florecimiento allá por el año 1960, en la filosofía contemporánea, quizá el aporte que ella brinda al tema de la comprensión de la mímesis y, en particular, al tema de la comprensión de la música, sea uno de los menos desarrollados. La hermenéutica gadameriana ha permitido repensar de manera especialmente profunda y novedosa el fenómeno de la interpretación, de la comprensión y de la verdad, más allá de la metodología científica, haciendo justicia, de este modo, a la historicidad de la existencia y rehabilitando las diversas voces de la tradición. Esto ha sido de suma importancia para la comprensión, el tratamiento y el desarrollo de las ciencias humanas, y no lo ha sido menos para el del diálogo entre estas y las ciencias naturales y técnicas. Hablar, entonces, de “música y hermenéutica” podría parecer un intento un poco vano, e incluso quizá algo forzado, frente al gran, y sin duda principal, florecimiento que la hermenéutica ha significado sobre todo para las ciencias humanas.
Sin embargo, la relación que deseo plantear en este ensayo entre música y hermenéutica no es una que escape a los intereses de Gadamer ni que quede fuera de los límites de la hermenéutica filosófica, o al menos eso es lo que deseo presentar aquí. La preocupación por la experiencia del arte y el papel de la estética dentro del fenómeno de la comprensión queda ya incorporada y delineada en su obra capital, Verdad y método, la cual dedica toda la primera parte a la “Elucidación de la cuestión de la verdad desde la experiencia del arte”[1]. De alguna manera, podríamos decir que Gadamer opta por (o se ve por algún motivo inclinado a) iniciar sus indagaciones sobre el fenómeno de la comprensión con la cuestión respecto de la verdad manifiesta en la experiencia artística[2]. Esto otorga al arte en general, en primer lugar, un especial e importante lugar en la hermenéutica, digno a no ser perdido de vista. Gadamer lo anuncia de la siguiente manera: “Si queremos saber qué es la verdad en las ciencias del espíritu, tendremos que dirigir nuestra pregunta filosófica al conjunto del proceder de estas ciencias... tendremos que preguntarnos qué es en verdad su comprender. A la preparación de esta pregunta tendrá que poder servir en particular la pregunta por la verdad del arte, ya que la experiencia de la verdad del arte implica un comprender, esto es, representa por sí misma un fenómeno hermenéutico y desde luego no en el sentido de un método científico. Al contrario, el comprender forma parte del encuentro con la obra de arte, de manera que esta pertenencia solo podrá ser iluminada partiendo del modo de ser de la obra de arte”[3]. Aquí valdría la pena hacer unos cuantos comentarios.
Como se menciona en la cita, si queremos realmente saber cuál es la naturaleza de la verdad que las ciencias humanas o del espíritu (principal foco de atención de la hermenéutica de Gadamer) instauran, qué verdad y qué experiencia de comprensión es esta que no se deja cifrar simplemente en fórmulas o leyes generales, y que no puede estrictamente anticiparse o controlarse metodológicamente[4], tendremos que fijarnos primera y particularmente, a modo de preparación, en la pregunta respecto de la verdad del arte. ¿Por qué? Por que lo que sea la verdad en el arte pasa siempre por un comprender o interpretar que en ningún caso puede ser científico. Me parece que esto es central para la hermenéutica porque lo que nos está diciendo Gadamer aquí es, de alguna manera, que la experiencia del arte es un caso o modo especial del fenómeno de la comprensión. No es casual, pues, que Gadamer hable aquí de “la experiencia de la verdad”: el arte no permite que se hable de “la verdad” o de “una sola verdad”. La verdad en el arte no es un producto abstraído de la obra misma. Lo que sea la verdad del arte remite a una experiencia: la obra posee la singular cualidad de conectarse, de abrir un espacio de relación con uno mismo, y es allí, en ese encuentro, donde se experimenta su verdad. La verdad es, aquí, inseparable de su experiencia[5].
Pero, hasta aquí, si bien queda en cierta forma establecida la relevancia de la pregunta por el arte en general, no queda aún claro por qué a Gadamer le preocuparía la cuestión de la música en particular, o por qué sería de interés plantear el vínculo entre música y hermenéutica. Debo admitir que sobre esta cuestión no podré dar argumentos concluyentes, sin embargo pienso que hay, por lo menos, tres pistas que pueden orientarnos en esa dirección.
La primera se anuncia ya en la obra que se acaba de mencionar, Verdad y método. En esa primera parte referida a la cuestión de la experiencia de la verdad en el arte[6], Gadamer rehabilita el concepto de juego contra la tradición e interpretación clásica moderna de la “conciencia estética”, la cual parte del supuesto de que la estética es una experiencia que enfrenta a un sujeto estético-cognoscente con un objeto estético, es decir, que el sujeto adopta un comportamiento especial y determinado ante un objeto artístico ajeno a él[7]. Al reivindicar el concepto juego para la aproximación a la cuestión del arte (concepto que desarrollaremos posteriormente, en la primera sección de este ensayo), Gadamer parte y presta especial atención a dos ejemplos particulares: el caso de la representación dramática o escénica (sobre todo de la tragedia griega) y el caso de la interpretación musical[8]. El motivo de esto es que en ambos casos ocurre algo que no ocurre de la misma manera con las demás artes (artes plásticas, visuales, literarias, etc.), y es que en la representación dramática y en la interpretación musical lo que vendría a ser la obra de arte se conforma, al igual que el juego, mientras se la está representando o interpretando. Es decir, en esos casos, la experiencia está íntimamente asociada a cierta acción que se despliega y da vida, solo mientras dura, a la obra de arte; mientras que en el caso de las demás artes, permanece, por decirlo de alguna manera, finalmente un objeto, hay algún tipo de soporte material que conforma la obra de arte (una escultura, una pintura, una fotografía, un texto literario, etc.). La música, podríamos decir, simplemente se despliega, se “juega”; no tiene ninguna materialidad que le sirva de apoyo. Esto nos da pistas respecto de cierto carácter especial que podría tener la experiencia musical (que ocupa, además, un papel importantísimo en el coro de las representaciones originales de las tragedias griegas) en medio del ámbito de las artes en general.
La segunda tiene que ver con un tema que también se anuncia en Verdad y método. En la sección mencionada, Gadamer asocia el concepto de juego con la noción griega de mímesis. Esto me parece importante para el tema que quiero tratar aquí por una cuestión muy puntual: el vínculo que me permite establecer la noción de mímesis con Aristóteles, quizá el principal pensador de la mímesis, quien aborda de manera general el tema de la mímesis en la Poética, y también, de manera específica, el tema de la mímesis musical en la Política. Como en muchos otros temas desarrollados por Gadamer, quisiera en este ensayo compartir la inspiración aristotélica de la que bebe Gadamer también para hacer el intento de esclarecer, en la medida de lo posible, el fenómeno de la comprensión en la experiencia musical (este tema será abordado en la segunda sección).
La tercera y última pista, que significó el motivador de este ensayo, la constituye una pregunta que extraigo del propio Gadamer: “¿Qué ocurre con la música, con el lenguaje de los sonidos?”[9]. Gadamer se formula esta pregunta en un pequeño artículo titulado “La música y el tiempo”. Es un texto corto (no tiene más de cinco páginas), pero sumamente conciso y hasta críptico, en el que Gadamer se plantea la cuestión de qué ocurre en el “mundo de los sonidos”, “allí donde el lenguaje no va por delante, sino que queda rezagado”[10]. Esta afirmación llama especialmente mi atención ya que sabemos el papel preponderante (ontológicamente preponderante, podríamos decir) que ocupa el lenguaje en la hermenéutica gadameriana. ¿Por qué el lenguaje queda, en ese mundo, “rezagado”[11]? ¿Qué sentido tiene esto? ¿Se trata, acaso, de un “lenguaje musical”, “lenguaje de los sonidos”, distinto del lenguaje natural? ¿Por qué habría, de ser el caso, de darse una distinción así y qué relación habría entonces entre ambos lenguajes? Esclarecer, en la medida de lo posible, esta afirmación de Gadamer y estas interrogantes, y tratar, de este modo, de abordar el tipo de comprensión propiciado por la experiencia musical, será precisamente el motivo de este ensayo.
Por todo esto, no creo que sea, pues, una relación arbitraria la que deseo plantear aquí, aunque ciertamente he de admitir, desde ahora, que la indagación que aquí pueda desarrollar no dejará de ser, por el momento, más que un mero ejercicio o primer ensayo de aproximación.
I. DE LA HERMENÉUTICA A LA MÍMESIS
Si el principal interés de la hermenéutica es esclarecer el fenómeno de la comprensión, y la obra de arte, al ser algo que nos dice algo, es objeto también de la hermenéutica[12], entonces debe plantearse la cuestión del modo de aproximación y de comprensión que suscita la experiencia del arte.
El gran problema de la tradición moderna de la “conciencia estética” es que, al partir de la distinción entre sujeto y objeto, no consigue realmente hacer frente a la experiencia propia del arte que, más que distinguir y oponer, reúne y “fusiona” o “entrelaza”, en una suerte de encuentro privilegiado, al espectador y a la obra de arte. Podríamos decir que la aproximación de la “conciencia estética” está, por este motivo, condenada al fracaso o a un contradicción de principio: para explicar lo que ocurre en el arte parte de una distinción que la experiencia misma del arte rehuye. Ante esto, Gadamer opta, en su afán de elucidar de manera adecuada la cuestión de la verdad y la comprensión en la experiencia del arte, por rehabilitar la noción, más dinámica y vinculante, de “juego”, justamente porque “el modo de ser del juego no permite que el jugador se comporte respecto a él como respecto a un objeto”[13]. ¿Y qué es esto que ocurre en el juego? Para decirlo brevemente, el juego se da en tanto que los jugadores “se entregan” a él; la situación es tal que lo que se da es una experiencia que involucra y compromete activamente a cada parte: “la atracción del juego, la fascinación que ejerce, consiste precisamente en que el juego se hace dueño de los jugadores”[14].
Este concepto de juego, a decir verdad, es bastante más complejo de lo que a simple vista parece; sin embargo nos ocuparemos aquí de él solo de manera breve. La idea aquí, y la importancia de esta noción, es que al jugar uno ingresa a un mundo cerrado de sentido. El juego instaura un mundo de sentido que tiene, pues, sus propias reglas, sus propias dinámicas, su propio ordenamiento, y que “llena de espíritu” a quienes participan de él[15]. A diferencia de lo que ocurre tanto en la actitud cotidiana (cuando realizamos distintas tarea rutinarias con fines específicos, como sentarse a trabajar ocho horas diarias en una oficina para ganar el sustento económico o utilizar una herramienta para reparar un artefacto), como en la actitud científico-metodológica (cuando se sacan conclusiones a partir de una generalización de casos, o se extraen resultados de un experimento controlado), en el mundo del juego no hay ningún comportamiento objetivo (es decir, con fines u objetivos concretos) de este tipo, no realizamos la acción del juego con un objetivo o propósito ulterior, sino que su esencia consiste en el despliegue mismo de la actividad[16] (se juega por el simple hecho de jugar, el fin de la acción es la acción misma, y solo se juega, solo “hay” juego, mientras se esté jugando). El juego, así, se limita realmente a representarse (a “jugarse”); su modo de ser es, pues, como dice Gadamer, la autorrepresentación.
Con esto empieza a perfilarse el vínculo entre juego y arte, y la pertinencia de a noción de juego para aproximarse a la cuestión de la verdad en el arte. Y es que, “toda representación”, dice Gadamer, “es por su posibilidad representación para alguien”[17]. La idea es que este mundo cerrado de sentido que es el juego, con sus propias reglas y su propio ordenamiento, se encuentra, por otro lado, abierto hacia el espectador (aunque al momento de jugar no haya espectador alguno). Esto mismo que ocurre de manera potencial en el juego, cobra actualidad en el caso del arte porque, podríamos decir, la obra de arte no realiza su sentido a menos que no sea en relación con alguien (un espectador) para quien es y que entiende ese sentido, que “se deja decir algo” por la obra de arte[18]. Gadamer afirmará por ello que la obra de arte es “el juego que ha ganado idealidad”[19]: la obra de arte es la forma más acabada y perfecta del juego porque ella es, ella misma, una unidad de sentido, un todo significativo que se realiza en su manifestación o representación para alguien (podríamos decir que mientras que el juego ha de desarrollarse, la obra de arte exhibe el proceso o desarrollo de manera “condensada”).
¿Qué significa que la obra de arte sea una unidad de sentido o un todo significativo? Volvamos nuevamente, para iluminar esta pregunta, a la noción de juego, según la cual, decíamos, lo que ocurre es que se instaura un mundo cerrado de sentido al cual el jugador se entrega. Este mundo de sentido, dice Gadamer, comprende “la verdad” del juego[20]. El sentido propio del juego es la verdad del juego. Lo que esto quiere decir, y será de vital importancia en la sección que sigue, es que el juego contiene en sí mismo su propio sentido, que no su verdad no se deja juzgar por analogías con la realidad o por patrones o criterios externos a él. Si en el juego yo soy una princesa vestida de dorado que vive en un castillo y espera el regreso de su príncipe azul, poco importa si es que, en realidad, soy una niña demasiado pequeña aún como para tener la experiencia del amor de una pareja, que viste blue jeans y vive en algún suburbio. La verdad del juego no depende de su referencia o correspondencia con la realidad, sino de la coherencia y articulación “al interior” de su propio sentido[21]. El juego, decíamos, instaura, en este sentido, un mundo cerrado de sentido.
En el caso de la obra de arte, es la obra misma la que se presenta como unidad de sentido o como un todo significativo abierto a la comprensión del espectador. Habíamos dicho ya que la obra de arte plasma de manera condensada aquel proceso que se desarrolla en el juego. La verdad del arte no depende, al igual que la verdad del juego, de que represente o “copie” estrictamente la realidad, no está en su correspondencia con lo que representa de la realidad (en ese sentido, la verdad del arte no depende de que un sujeto cognoscente distinga en el objeto artístico aquello a lo que hace referencia en la realidad, y pueda juzgar si lo hace bellamente o no), sino que, más bien, como dice Gadamer, el arte es una suerte de proceso de transformación en doble sentido. Por un lado, algo ha sido transformado, y el proceso ha concluido en la obra de arte. Podemos precisar ahora que esa “condensación” que, decíamos, resulta del proceso que la obra de arte plasma, se conforma en algo nuevo: una obra de arte que, en cierto sentido (solo en cierto sentido) se ha vuelto independiente del proceso. Por otro, el arte transforma, trastoca, “llena de espíritu” (como decíamos en relación con el juego) a aquel espectador que se ve envuelto en la experiencia de su verdad. Ambos lados están íntimamente vinculados: son dos aspectos de un mismo asunto. Pero tratemos brevemente de delinear cada uno de ellos.
Respecto de lo primero, lo que Gadamer nos dice es que aquello que se ha convertido en arte es un “conocimiento esencial”[22]. ¿Cómo entender esto? Quizá podamos expresar esto con más claridad si nos detenemos un momento en la noción de mímesis.
Mímesis suele traducirse por “imitación”, y esto puede resultar problemático por las connotaciones negativas que este término ha adquirido en la actualidad como “copia” o “réplica superficial”[23]. El sentido original del término, la relación mímica original, dice Gadamer, significa que lo representado está ahí, en la representación misma, de modo que se mantiene la referencia constantemente a lo representado, pero tal como es representado (no tal como es en la realidad). Si yo soy capaz de involucrarme, comprometerme con la obra de arte, si yo soy conmovida o afectada por ella, es porque yo reconozco en ella algo que me es conocido, pero representado de tal modo que “eleva” o “pone de relieve” algo esencial, algo más, de lo que ya conozco. Si la obra de arte es capaz de propiciar ese encuentro, es porque manifiesta, así, un “conocimiento esencial”[24]. La representación mimética conduce, en este sentido, a la esencia de lo representado. Pongamos un ejemplo: una tragedia griega como Edipo Rey no remite meramente al hecho concreto de la desgracia de Edipo. Lo que sucede es que, a través de la representación de la desgracia de Edipo, somos conducidos, digámoslo así, a la esencia misma de la desgracia. De lo que se nos habla no es del Edipo de carne y hueso que vivió en determinado momento y sufrió determinadas desgracias, sino que esa representación dramática de las desgracias de Edipo lo que nos expresa es una verdad, algo verdadero y esencial respecto de la naturaleza de la desgracia[25]. “La relación mímica original que estamos considerando contiene, pues, no solo el que lo representado esté ahí, sino también que haya llegado al ahí de la manera más auténtica. La imitación y la representación no son solo repetir copiando, sino que son conocimiento de la esencia. En cuanto que no son mera repetición sino verdadero ‘poner de relieve’, hay en ellas al mismo tiempo una referencia al espectador. Contienen en sí una referencia a todo aquel para quien pueda darse la representación”[26]. Esta última afirmación nos permite adentrarnos en el segundo aspecto o segunda transformación propiciada por la obra de arte entendida miméticamente.
Respecto de la transformación en el espectador, puede ya empezar a intuirse por dónde irá el asunto en Gadamer. Si la experiencia de la verdad del arte propicia un conocimiento esencial, queda claro que el espectador, a quien está necesariamente referida la obra de arte, no será el mismo luego de esa experiencia. Algo importante habrá ganado: habrá comprendido algo esencial[27]. Y es en ese momento que la unidad de sentido que es la obra de arte se actualiza o “realiza su sentido”. Tanto el actor cuando representa un papel (como el jugador que juega), así como aquel que interviene como espectador, participan recíprocamente de una construcción o totalidad de sentido. Y esta totalidad de sentido, dice Gadamer, “no es algo que sea en sí y que se encuentre además en una mediación que le es accidental, sino que solo en la mediación alcanza su verdadero ser”[28]. Digamos: solo en ese encuentro privilegiado encuentra su verdadero ser. Pensemos por un momento en lo que acontece cuando vamos a ver una tragedia (o una obra de teatro de cualquiera) representada actualmente. El actor ha leído la obra y ha preparado su papel. El espectador toma su sitio y se dispone a disfrutar de la función. Cuando esta empieza, ocurre lo siguiente: el actor, si hace bien su papel, si cumple con el cometido del juego que está jugando, representa la intención del poeta. Actúa de una determinada manera, el escenario está dispuesto de un modo especial, etc., y esta configuración es parte de aquello que se quiere transmitir. Él, literalmente, se entrega a su papel, desarrolla el sentido del mundo en el cual se encuentra inmerso. El espectador, por su parte, es atraído, converge por la representación en ese mismo mundo de sentido. Él también se entrega a la obra que está siendo reproducida de una determinada manera. Y el que esto ocurra no es un accidente: está en la naturaleza misma de la obra de arte el que se produzca esta relación recíproca, porque solo así el sentido de la obra llega verdaderamente a realizarse. Pero cuando esto sucede, “lo que media”, dice Gadamer, se cancela a sí mismo como mediador. La obra que está siendo reproducida, lo que está siendo escenificado, y que está, literalmente, la unidad de sentido de la obra y el espectador, deja de ser una mediación entre las partes para convertirse, justamente, en la unidad de ese sentido esencial. Es esa determinada manera en que la obra se reproduce y escenifica la que permite la manifestación o representación del contenido esencial de la obra. Se produce aquí lo que Gadamer llama una “mediación total” porque, al igual que en el juego, la fascinación que ejerce la obra de arte absorbe a sus participantes espectadores[29].
Quisiera comentar brevemente que veo aquí, en lo que Gadamer nos está diciendo, una suerte de estructura triádica: la obra representada – los que participan de la obra (principalmente espectadores) – la unidad de sentido que es la obra. La obra Edipo Rey, por ejemplo, es una, y sin embargo, se puede representar de distintas maneras. Más aun, ha sido representada, a lo largo de la historia, de múltiples maneras. Pero el texto de la obra sigue básicamente siendo el mismo. En cuanto a los espectadores, ellos mismos, también, cambian constantemente. Los hay originales (podríamos pensar en los griegos mismos que vieron la obra representada por primera vez), los hay modernos, los hay contemporáneos. Pero creo que aquí la idea es que es la representación de la obra la que posibilita su comprensión. Es la obra siendo representada (al igual que el juego que ha de ser jugado) la que logra vincular el sentido de la obra con los espectadores. Y es en esta vinculación que se manifiesta este conocimiento esencial al que se refiere Gadamer. Esto será vital también en el caso de la música, puesto que ella, por decirlo de algún modo, solo es en la medida en que se desarrolla, en que suena. Por lo pronto, me parece que esto que he llamado aquí “estructura triádica”, y que estamos asociado con la noción de mímesis aristotélica, demuestra la existencia de una dinámica o tensión propia de la experiencia del arte bastante más compleja que aquella que opone a un sujeto cognoscente con un objeto estético. Y es precisamente la noción de mímesis, como trataré de mostrar en lo que sigue, la que permite elaborar más adecuadamente esta tensión, sobre todo respecto del caso específico de la música. Esto se debe a que la aproximación a la experiencia del arte en términos miméticos impide, de entrada, distinciones tan tajantes como la mencionada entre sujeto y objeto, y de ese modo permite dejar abierta la relación entre “vida” y “arte” (“naturaleza” y “arte”, “creatividad” e “imitación”, etc.)[30].
II. DE LA MÍMESIS A LA MÚSICA
Quien me va a permitir dar este salto es el propio Aristóteles. Gadamer ya nos lo ha insinuado en su tratamiento de la noción de juego, pero con Aristóteles podremos sacar algunas conclusiones importantes respecto de la mímesis en general y del carácter especial de la mímesis musical. Veamos por qué.
En general, como hemos visto, la mímesis artística es concebida como la representación de un mundo o unidad de sentido (primer aspecto o transformación que mencionamos arriba) en relación con el cual el espectador ocupa la posición de testigo “absorbido” por la trama de esta representación (segundo aspecto o transformación). Esto quedó esclarecido con la rehabilitación del concepto de juego. Hemos visto también que la mímesis no necesita corresponder o hacer referencia directa a particulares identificables (hechos o cosas concretas), puesto que la experiencia de su verdad no depende de una correspondencia de este tipo sino de la coherencia o articulación (el sentido) “interna” de la obra. De modo que aquel viejo slogan con el que suele identificarse a la mímesis como “arte que imita a la naturaleza”, limita tremendamente la versatilidad y profundidad de esta noción[31]. Hemos colocado ejemplos de cómo esto se desarrolla en la representación dramática, pero es igualmente aplicable, con sus particularidades específicas, a las demás artes (plásticas, visuales, etc.[32]): los famosos girasoles de Van Gogh, o el igualmente famoso urinario de Duchamp, no nos informan de los girasoles de verdad ni pretende ser una copia real de un urinario común y corriente (al cual ni siquiera le prestamos atención), sino que nos transforman, nos conmueven, en la medida en que somos cautivados por esa experiencia significativa que, de algún modo enigmático, nos dice algo esencial a nosotros. Lo mismo sucede con las artes literarias: una novela guarda un mundo de sentido que se despliega narrativamente y al cual somos introducidos a través de la lectura.
Sin embargo, el caso de la música sigue siendo especialmente problemático, a pesar de estas especificaciones, porque ¿qué tipo de representación es esta que consiste en la interpretación musical? Los ejemplos que he colocado hasta aquí, siguiendo a Gadamer, son básicamente de representaciones escénicas, en las cuales, me parece, puede quedar claro en qué sentido decimos que lo que se está representando es un mundo de sentido que se despliega ante nosotros, visual, auditiva, material y vivencialmente. La comprensión de la música presenta, a diferencia de estos ejemplos, principalmente dos obstáculos con los cuales parece difícil de lidiar: en primer lugar, su carencia de materialidad (¿dónde está la música?, ¿dónde, cómo, se realiza su sentido?). En segundo lugar, su falta (aparente) de referencialidad (así como reconocemos en el cuadro de Van Gogh la presencia de unos girasoles; o en la escultura de Duchamp, la de un urinario; así como leemos, en un cuento o una novela, distintas vivencias que podemos imaginar; y así como vemos en el teatro acciones que nos resultan familiares, ¿qué es lo que reconocemos en la experiencia musical?, ¿con qué nos conectamos?, ¿dónde está esa unidad de sentido “condensada” de la que hablábamos antes?). La música parece escapársenos de las manos y de nuestros esquemas de referencias, parece no dejarse agarrar o articular, y sin embargo la experiencia a que ella induce es tan (o, para mí especialmente y de manera muy personal, incluso más) intensa y fuerte como en el caso del resto de artes. ¿Qué experiencia de verdad y comprensión es, pues, la que ella suscita? Aristóteles puede decirnos alguna cosas al respecto.
En el pasaje de la Política[33] (Libro 8, 1340a12-39), Aristóteles propone que las cualidades musicales de ritmo y melodía contienen “semejanzas” o “similitudes” (o “imitaciones”, el término en griego es homoiōmata, término complejo que mantiene esta ambigüedad entre “imitar algo” y “asemejarse a algo”[34]) del carácter (ēthos), o incluso de sentimientos éticos, y afirma, además, que las similitudes de carácter son estrictamente posibles solo en “objetos” de percepción auditiva. No debe entenderse esto como que la música es la más mimética de todas las artes, hemos visto ya que ambos aspectos centrales a la noción de mímesis (su unidad de sentido interno y su transformación o impacto en el espectador) están presentes también en otras prácticas artísticas; en este mismo pasaje, además, Aristóteles señala que, por ejemplo, en las artes visuales (donde la mediación es visual), se puede tener también signos o indicios del carácter. Sin embargo, la radical diferencia es que solo la música, dice Aristóteles, permite caracterizaciones completas del ēthos. Un pintor puede representar con el pincel y el color ciertos rasgos o indicios del carácter, pero esto, según Aristóteles, no cumple del todo con los criterios o aspectos de la mímesis[35] (un autorretrato de Van Gogh, por ejemplo, puede mostrarlo con el ceño fruncido y en una situación de penumbra con el fin de señalar cierto estado de ánimo compungido; sin embargo, señalar o indicar de esa manera un estado de ánimo no constituye caracterizar (“mimetizar”) por completo los modos de ese carácter). Esto tiene que ver con que un signo o señal es necesariamente relativo a aquello de lo cual es signo[36], y hemos visto ya que la mímesis propiamente entendida no se basa en la referencia a particulares identificables. Si bien, entonces, las obras miméticas pueden contener señales o signos, no son propiamente miméticas en virtud de dichos signos. La mímesis, en general, debe involucrar algo más (en la línea, me parece, de la “transformación” de la que hablaba Gadamer –de la “elevación hacia lo verdadero” o del “conocimiento esencial”– que hemos expuesto anteriormente).
En particular, respecto de la música, lo que dice Aristóteles es que hay “en” ella (en sus ritmos y melodías), “semejanzas” o “similitudes” del carácter; la música misma encarna o caracteriza las emociones y sentimientos que acompañan al carácter. Me permito aquí citar en extenso este pasaje de la Política de Aristóteles: “...hay que examinar... si la naturaleza de la música es más valiosa que la que se limita a la mencionada utilidad [el placer o deleite que acompaña a la música] y es preciso no solo participar del placer común que nace de ella, que todos perciben (pues la música implica un placer natural y por eso su uso es grato a personas de todas las edades y caracteres), sino ver si también contribuye de algún modo a la formación del carácter y del alma. Esto sería evidente si somos afectados en nuestro carácter por la música. Y que somos afectados por ella es manifiesto por muchas cosas y, especialmente, por las melodías de Olimpo; pues, según el consenso de todos, estas producen entusiasmo en las almas, y el entusiasmo es una afección del carácter del alma... Y, en los ritmos y en las melodías se dan imitaciones muy perfectas de la verdadera naturaleza de la ira y de la mansedumbre, y también de la fortaleza y de la templanza y de sus contrarios y de las demás disposiciones morales (y es evidente por los hechos: cambiamos el estado de ánimo al escuchar tales acordes), y la costumbre de experimentar dolor y gozo en semejantes imitaciones está próxima a nuestra manera de sentir en presencia de la verdad de esos sentimientos... en las melodías, en sí, hay imitaciones de los estados de carácter (y esto es evidente pues la naturaleza de los modos musicales desde el origen es diferente, de modo que los oyentes son afectados de manera distinta y no tienen la misma disposición respecto a cada uno de ellos)”[37].
Quisiera ahora extraer de esta extensa cita algunas cuestiones principales, algunas de las cuales ya se han ido mencionando en lo que va de esta sección, respecto de la experiencia musical y sus repercusiones en la mímesis en general. En primer lugar, Aristóteles examina si la música es valiosa por el placer que produce o si hay “algo más” en lo que ella contribuye. Su respuesta es afirmativa, y esto es compatible con el tratamiento que hace la Poética de la emoción trágica[38]: la música contribuye en la formación del carácter porque nuestro propio carácter (nuestro talante moral) es afectado, conmovido, trastocado por ella. Esto, por lo que hemos estado viendo, es propio de las artes miméticas en general (hemos visto ya con Gadamer que uno de los dos aspecto centrales de la mímesis es la transformación que propicia en el espectador). Aristóteles habla de esto en términos de que la que se ve afectada es nuestra “alma”, de modo que no se trata, pues, de puro placer o deleite corporal o sensorial. Pero el tema aquí es de qué manera particular se da esa transformación en la música, cuál es propiamente la naturaleza de la experiencia mimética musical.
A continuación, nos dice Aristóteles que las caracterizaciones o similitudes de carácter (“imitaciones”, dice la traducción) que se dan en la música a través de ritmos y melodías contienen la verdadera naturaleza de las disposiciones morales o de carácter. No es pues simplemente que hagan referencia a den indicios que permitan reconocer la disposición de carácter (hemos comentado ya la naturaleza de los recursos pictóricos o visuales y la distinción y comparación entre señalar o “ser signo de” y la “imitación” o presentación propiamente mimética), sino que ese carácter “está en” (encarnado, caracterizado) la música. La mímesis musical es concebida como una capacidad intrínseca a su sonido para presentar y transportar aspectos del carácter; la música tiene propiedades “semejantes” a las emociones, y tiene, por esa razón, el poder de poner a su audiencia en los estados de ánimo contenidos o caracterizados por ella. La experiencia de la música aparece, en Aristóteles, como un asunto que tiene que ver con experimentar emociones que no son solo insinuadas o señaladas (como en el caso de la pintura), sino que están en algún sentido puestas en ejecución por la obra. Lo central aquí es que se considera esta capacidad de la música para encarnar “semejanzas de carácter” como un asunto intrínseco de la obra[39] (tal como decía Gadamer respecto del juego, que instaura él mismo un mundo de sentido que se hace presente en tanto que el juego se desarrolle).
Lo que quiero resaltar particularmente de la mímesis musical, tal como la ha caracterizado Aristóteles, es el peculiar efecto que ella ejerce sobre sus oyentes (la idea de que “cambiamos el estado de ánimo al escucharla”). Esto supone que el oyente simultáneamente reconoce la emoción “en” la música y es llevado por ella a una respuesta inmediata que lo hace experimentar ese sentimiento “con” la música[40]. La música es, así, vehículo de experiencia del sentido “de la verdadera naturaleza de la ira y de la mansedumbre, y también de la fortaleza y de la templanza y de sus contrarios y de las demás disposiciones morales”. La mímesis, en esta lectura, está constituida en parte por las experiencias que abre e induce en su audiencia. El sentimiento o carácter, por decirlo de algún modo, está simultáneamente en la música y en el oyente.
Me parece que este peculiar efecto que la mímesis ejerce sobre su audiencia puede realizarse de manera cabal solo en la música, y cabe preguntarse si esto tiene que ver con los particulares obstáculos que la música presenta para su comprensión (su carencia de materialidad y su falta de referencialidad)[41]. Me explico. Al no tener soporte material alguno, la música, como comentábamos más arriba, no puede ser signo de nada. La música parece un enigma, un tipo de lenguaje enigmático especial que obedece sus propias normas sin proporcionarnos ningún punto de referencia, y que se mueve en su propio universo[42]. Y, sin embargo, la música nos dice algo a nosotros (dice algo para nosotros), nos dice algo de nosotros, y resuena en nosotros. Y es tal la resonancia en nosotros que, como dice Aristóteles, transforma nuestro de ánimo. Lo que quiero preguntarme aquí, sin estar segura de poder dar una respuesta consistente, y quizá más bien con el afán de tratar de formular preguntas que permitan abordar mejor la cuestión, es si aquella falta de materialidad y referencialidad no es la que ocasiona que, en el caso de la música, el encuentro privilegiado del que hemos venido hablando a lo largo de estas páginas se realice de manera especialmente intensa y a un nivel difícil de expresar con palabras. Porque, podríamos decir, el impacto de la música en nosotros es directo. Voy a poner un ejemplo para explicarme mejor: si yo veo un cuadro, tengo de alguna manera una relación con algo, un objeto, que permanece y que, como toda obra de arte, propicia una experiencia de verdad especial. El cuadro puede transmitirme, revelarme, muchas cosas, pero yo también puedo mover el cuadro de sitio o decidir no verlo (taparme los ojos, voltear el cuadro, incluso cubrirlo con pintura negra). Tengo una relación con una imagen y hay un objeto que permanece. Con la música esto ya no es tan claro, por no decir imposible. ¿Qué tanto depende de mi decisión el verme transportada por la música? A la música, por decirlo de alguna manera, no la puedo controlar: ella se despliega, se desarrolla, se “juega” a sí misma y solo es mientras está sonando. En ese sentido, la experiencia de la música es irrepetible en un modo más radical de lo que lo es la experiencia pictórica[43]. Quizá por ello sea tan difícil abordar, y haya sido tan poco explorada filosóficamente, la cuestión de la música. Dentro del mundo de las artes, ella es quizá la que más radicalmente se resista a ser conceptualizada[44]. Yo puedo pensar el cuadro que tengo ante mí, puedo describir sus características, puedo acercarme a él y notar con mayor detalle el tamaño de su trazo, el espesor de su pintura, su textura, etc. Puedo luego distanciarme y contemplar el conjunto de la imagen. Con la música no se puede tener este tipo de relación; ella es, quizá con mayor radicalidad también, una unidad de sentido en sí misma. Pero es una unidad especial, porque su unidad depende de su desarrollo temporal, del transcurso del tiempo: “la música... no es otra cosa que ese quedar detenido en el mismo llevar a cabo. Es cierto que en las demás artes el ‘comprender’ ha de tener la misma configuración del tiempo, y la verdad también ha de constituir, en estos casos, en llevar a cabo la comprensión. Pero solo en la música discurre como pura prolongación. En cualquier otro lugar hay algo que queda detenido dentro de esa prolongación”[45]. ¿Se puede pensar la música?[46] ¿O basta para su comprensión con vivirla dejándola que ella misma hable?[47]
III. CODA: DE LA MÚSICA A LA HERMENÉUTICA
No me voy a extender demasiado en esta última parte. Simplemente quiero apuntar aquí una cuestión a modo de cierre de este ensayo. En un artículo titulado “Estética y hermenéutica”, Gadamer se pregunta nuevamente si la estética es un tema hermenéutico o no, pero esta vez desde otra perspectiva: desde el cuestionamiento del carácter histórico de la obra de arte[48]. Si, más bien, como se muestra en la experiencia artística, la obra de arte tiene su propio presente y solo hasta cierto punto mantiene su origen histórico, en el sentido en que expresa una verdad que de ningún modo coincide con lo que el autor propiamente se había figurado; si, por ello, parece inferirse que la obra de arte se comunica a sí misma, ¿qué papel juega Hermes acá? ¿significa esto que la obra de arte no plantea una tarea a la hermenéutica? Gadamer responde enérgicamente que no, y va a reforzar ahora esta respuesta.
Si la tarea hermenéutica consiste en expresar y transmitir por medio de la interpretación lo que nos sale al encuentro y que no es comprensible de manera inmediata, entonces la comprensión del arte es una tarea hermenéutica fundamental. El problema con el modo como se ha planteado la cuestión en el párrafo anterior es que pareciera que la obra de arte tiene un significado único, original, propio, que en nada se enriquece cuando se manifiesta, en el momento histórico o en la tradición que fuere, para nosotros. Y esto está, como espero se haya mostrado a lo largo de este ensayo, lejos de ser lo que realmente ocurre en la experiencia artística[49].
El asunto está, más bien, en qué sentido tiene esto de “expresar y transmitir lo que no nos es inmediatamente comprensible”. Porque el arte también es un modo de comprender y expresar (y yo me animaría a decir hasta elaborar) algo que nos es “inmediatamente incomprensible”. Es un modo de comprender y expresar lo esencial. En la primera sección de este ensayo se señaló que Gadamer nos dice que aquello que se ha convertido en arte es un “conocimiento esencial”, y, en ese sentido, podríamos decir, el arte mismo es un vehículo de comprensión e interpretación: es un lenguaje. “Lo que constituye el lenguaje del arte es precisamente que le habla a la propia autocomprensión de cada uno, y lo hace en cuanto presente cada vez y por su propia actualidad. Más aún, es precisamente su actualidad la que hace que la obra de arte se convierta en lenguaje. Todo depende de cómo se dice algo”[50]. Cuando la obra de arte se hace presente ante nosotros, se actualiza, lo hace a través de su propio lenguaje, que es distinto del lenguaje hablado de todos los días, pero que es igual y esencialmente lenguaje. ¿Cuál es la “voz” de este lenguaje? ¿Quién habla a través de ella? “Naturalmente, no es el artista quien habla aquí”[51]. Aristóteles, sobre esto, también tiene algo que decirnos.
En un pasaje de la Poética, Aristóteles elogia a Homero por hablar muy poco “en su propia voz” (a diferencia de otros poetas épicos), pues no es por hablar de esa manera, según él, que el poeta es un artista mimético[52]. ¿Qué nos quieren decir? Se refiere a la diferenciación entre el uso del lenguaje poético y del lenguaje de proposiciones asertóricas acerca del mundo. La poesía, para Aristóteles, no consiste en proposiciones con un valor de verdad determinable (aunque algunas proposiciones puedan pertenecerle accidentalmente). Esto concuerda con lo que mencionábamos anteriormente respecto del tratamiento de Aristóteles de la emoción trágica y la posible conexión entre el estatus mimético y los universales o las condiciones de posibilidad de lo que es[53]. Esto concuerda también con lo expuesto por Gadamer respecto del “conocimiento esencial” que se ha transformado en obra de arte. “Universal”, “condiciones de posibilidad”, “esencial”... parece que el juego del arte, no por ser juego, es algo inocuo. Y su experiencia se muestra así como siendo algo fundamental de la existencia humana y del mundo[54].
Ludwig van Beethoven
A la pregunta de por qué existe la música, responderé:
para vivir la experiencia humana
Luc Delannoy
ACLARACIONES PRELIMINARES
De todos los múltiples, variados y ricos desarrollos que la hermenéutica filosófica de Gadamaer ha propiciado, desde su florecimiento allá por el año 1960, en la filosofía contemporánea, quizá el aporte que ella brinda al tema de la comprensión de la mímesis y, en particular, al tema de la comprensión de la música, sea uno de los menos desarrollados. La hermenéutica gadameriana ha permitido repensar de manera especialmente profunda y novedosa el fenómeno de la interpretación, de la comprensión y de la verdad, más allá de la metodología científica, haciendo justicia, de este modo, a la historicidad de la existencia y rehabilitando las diversas voces de la tradición. Esto ha sido de suma importancia para la comprensión, el tratamiento y el desarrollo de las ciencias humanas, y no lo ha sido menos para el del diálogo entre estas y las ciencias naturales y técnicas. Hablar, entonces, de “música y hermenéutica” podría parecer un intento un poco vano, e incluso quizá algo forzado, frente al gran, y sin duda principal, florecimiento que la hermenéutica ha significado sobre todo para las ciencias humanas.
Sin embargo, la relación que deseo plantear en este ensayo entre música y hermenéutica no es una que escape a los intereses de Gadamer ni que quede fuera de los límites de la hermenéutica filosófica, o al menos eso es lo que deseo presentar aquí. La preocupación por la experiencia del arte y el papel de la estética dentro del fenómeno de la comprensión queda ya incorporada y delineada en su obra capital, Verdad y método, la cual dedica toda la primera parte a la “Elucidación de la cuestión de la verdad desde la experiencia del arte”[1]. De alguna manera, podríamos decir que Gadamer opta por (o se ve por algún motivo inclinado a) iniciar sus indagaciones sobre el fenómeno de la comprensión con la cuestión respecto de la verdad manifiesta en la experiencia artística[2]. Esto otorga al arte en general, en primer lugar, un especial e importante lugar en la hermenéutica, digno a no ser perdido de vista. Gadamer lo anuncia de la siguiente manera: “Si queremos saber qué es la verdad en las ciencias del espíritu, tendremos que dirigir nuestra pregunta filosófica al conjunto del proceder de estas ciencias... tendremos que preguntarnos qué es en verdad su comprender. A la preparación de esta pregunta tendrá que poder servir en particular la pregunta por la verdad del arte, ya que la experiencia de la verdad del arte implica un comprender, esto es, representa por sí misma un fenómeno hermenéutico y desde luego no en el sentido de un método científico. Al contrario, el comprender forma parte del encuentro con la obra de arte, de manera que esta pertenencia solo podrá ser iluminada partiendo del modo de ser de la obra de arte”[3]. Aquí valdría la pena hacer unos cuantos comentarios.
Como se menciona en la cita, si queremos realmente saber cuál es la naturaleza de la verdad que las ciencias humanas o del espíritu (principal foco de atención de la hermenéutica de Gadamer) instauran, qué verdad y qué experiencia de comprensión es esta que no se deja cifrar simplemente en fórmulas o leyes generales, y que no puede estrictamente anticiparse o controlarse metodológicamente[4], tendremos que fijarnos primera y particularmente, a modo de preparación, en la pregunta respecto de la verdad del arte. ¿Por qué? Por que lo que sea la verdad en el arte pasa siempre por un comprender o interpretar que en ningún caso puede ser científico. Me parece que esto es central para la hermenéutica porque lo que nos está diciendo Gadamer aquí es, de alguna manera, que la experiencia del arte es un caso o modo especial del fenómeno de la comprensión. No es casual, pues, que Gadamer hable aquí de “la experiencia de la verdad”: el arte no permite que se hable de “la verdad” o de “una sola verdad”. La verdad en el arte no es un producto abstraído de la obra misma. Lo que sea la verdad del arte remite a una experiencia: la obra posee la singular cualidad de conectarse, de abrir un espacio de relación con uno mismo, y es allí, en ese encuentro, donde se experimenta su verdad. La verdad es, aquí, inseparable de su experiencia[5].
Pero, hasta aquí, si bien queda en cierta forma establecida la relevancia de la pregunta por el arte en general, no queda aún claro por qué a Gadamer le preocuparía la cuestión de la música en particular, o por qué sería de interés plantear el vínculo entre música y hermenéutica. Debo admitir que sobre esta cuestión no podré dar argumentos concluyentes, sin embargo pienso que hay, por lo menos, tres pistas que pueden orientarnos en esa dirección.
La primera se anuncia ya en la obra que se acaba de mencionar, Verdad y método. En esa primera parte referida a la cuestión de la experiencia de la verdad en el arte[6], Gadamer rehabilita el concepto de juego contra la tradición e interpretación clásica moderna de la “conciencia estética”, la cual parte del supuesto de que la estética es una experiencia que enfrenta a un sujeto estético-cognoscente con un objeto estético, es decir, que el sujeto adopta un comportamiento especial y determinado ante un objeto artístico ajeno a él[7]. Al reivindicar el concepto juego para la aproximación a la cuestión del arte (concepto que desarrollaremos posteriormente, en la primera sección de este ensayo), Gadamer parte y presta especial atención a dos ejemplos particulares: el caso de la representación dramática o escénica (sobre todo de la tragedia griega) y el caso de la interpretación musical[8]. El motivo de esto es que en ambos casos ocurre algo que no ocurre de la misma manera con las demás artes (artes plásticas, visuales, literarias, etc.), y es que en la representación dramática y en la interpretación musical lo que vendría a ser la obra de arte se conforma, al igual que el juego, mientras se la está representando o interpretando. Es decir, en esos casos, la experiencia está íntimamente asociada a cierta acción que se despliega y da vida, solo mientras dura, a la obra de arte; mientras que en el caso de las demás artes, permanece, por decirlo de alguna manera, finalmente un objeto, hay algún tipo de soporte material que conforma la obra de arte (una escultura, una pintura, una fotografía, un texto literario, etc.). La música, podríamos decir, simplemente se despliega, se “juega”; no tiene ninguna materialidad que le sirva de apoyo. Esto nos da pistas respecto de cierto carácter especial que podría tener la experiencia musical (que ocupa, además, un papel importantísimo en el coro de las representaciones originales de las tragedias griegas) en medio del ámbito de las artes en general.
La segunda tiene que ver con un tema que también se anuncia en Verdad y método. En la sección mencionada, Gadamer asocia el concepto de juego con la noción griega de mímesis. Esto me parece importante para el tema que quiero tratar aquí por una cuestión muy puntual: el vínculo que me permite establecer la noción de mímesis con Aristóteles, quizá el principal pensador de la mímesis, quien aborda de manera general el tema de la mímesis en la Poética, y también, de manera específica, el tema de la mímesis musical en la Política. Como en muchos otros temas desarrollados por Gadamer, quisiera en este ensayo compartir la inspiración aristotélica de la que bebe Gadamer también para hacer el intento de esclarecer, en la medida de lo posible, el fenómeno de la comprensión en la experiencia musical (este tema será abordado en la segunda sección).
La tercera y última pista, que significó el motivador de este ensayo, la constituye una pregunta que extraigo del propio Gadamer: “¿Qué ocurre con la música, con el lenguaje de los sonidos?”[9]. Gadamer se formula esta pregunta en un pequeño artículo titulado “La música y el tiempo”. Es un texto corto (no tiene más de cinco páginas), pero sumamente conciso y hasta críptico, en el que Gadamer se plantea la cuestión de qué ocurre en el “mundo de los sonidos”, “allí donde el lenguaje no va por delante, sino que queda rezagado”[10]. Esta afirmación llama especialmente mi atención ya que sabemos el papel preponderante (ontológicamente preponderante, podríamos decir) que ocupa el lenguaje en la hermenéutica gadameriana. ¿Por qué el lenguaje queda, en ese mundo, “rezagado”[11]? ¿Qué sentido tiene esto? ¿Se trata, acaso, de un “lenguaje musical”, “lenguaje de los sonidos”, distinto del lenguaje natural? ¿Por qué habría, de ser el caso, de darse una distinción así y qué relación habría entonces entre ambos lenguajes? Esclarecer, en la medida de lo posible, esta afirmación de Gadamer y estas interrogantes, y tratar, de este modo, de abordar el tipo de comprensión propiciado por la experiencia musical, será precisamente el motivo de este ensayo.
Por todo esto, no creo que sea, pues, una relación arbitraria la que deseo plantear aquí, aunque ciertamente he de admitir, desde ahora, que la indagación que aquí pueda desarrollar no dejará de ser, por el momento, más que un mero ejercicio o primer ensayo de aproximación.
I. DE LA HERMENÉUTICA A LA MÍMESIS
Si el principal interés de la hermenéutica es esclarecer el fenómeno de la comprensión, y la obra de arte, al ser algo que nos dice algo, es objeto también de la hermenéutica[12], entonces debe plantearse la cuestión del modo de aproximación y de comprensión que suscita la experiencia del arte.
El gran problema de la tradición moderna de la “conciencia estética” es que, al partir de la distinción entre sujeto y objeto, no consigue realmente hacer frente a la experiencia propia del arte que, más que distinguir y oponer, reúne y “fusiona” o “entrelaza”, en una suerte de encuentro privilegiado, al espectador y a la obra de arte. Podríamos decir que la aproximación de la “conciencia estética” está, por este motivo, condenada al fracaso o a un contradicción de principio: para explicar lo que ocurre en el arte parte de una distinción que la experiencia misma del arte rehuye. Ante esto, Gadamer opta, en su afán de elucidar de manera adecuada la cuestión de la verdad y la comprensión en la experiencia del arte, por rehabilitar la noción, más dinámica y vinculante, de “juego”, justamente porque “el modo de ser del juego no permite que el jugador se comporte respecto a él como respecto a un objeto”[13]. ¿Y qué es esto que ocurre en el juego? Para decirlo brevemente, el juego se da en tanto que los jugadores “se entregan” a él; la situación es tal que lo que se da es una experiencia que involucra y compromete activamente a cada parte: “la atracción del juego, la fascinación que ejerce, consiste precisamente en que el juego se hace dueño de los jugadores”[14].
Este concepto de juego, a decir verdad, es bastante más complejo de lo que a simple vista parece; sin embargo nos ocuparemos aquí de él solo de manera breve. La idea aquí, y la importancia de esta noción, es que al jugar uno ingresa a un mundo cerrado de sentido. El juego instaura un mundo de sentido que tiene, pues, sus propias reglas, sus propias dinámicas, su propio ordenamiento, y que “llena de espíritu” a quienes participan de él[15]. A diferencia de lo que ocurre tanto en la actitud cotidiana (cuando realizamos distintas tarea rutinarias con fines específicos, como sentarse a trabajar ocho horas diarias en una oficina para ganar el sustento económico o utilizar una herramienta para reparar un artefacto), como en la actitud científico-metodológica (cuando se sacan conclusiones a partir de una generalización de casos, o se extraen resultados de un experimento controlado), en el mundo del juego no hay ningún comportamiento objetivo (es decir, con fines u objetivos concretos) de este tipo, no realizamos la acción del juego con un objetivo o propósito ulterior, sino que su esencia consiste en el despliegue mismo de la actividad[16] (se juega por el simple hecho de jugar, el fin de la acción es la acción misma, y solo se juega, solo “hay” juego, mientras se esté jugando). El juego, así, se limita realmente a representarse (a “jugarse”); su modo de ser es, pues, como dice Gadamer, la autorrepresentación.
Con esto empieza a perfilarse el vínculo entre juego y arte, y la pertinencia de a noción de juego para aproximarse a la cuestión de la verdad en el arte. Y es que, “toda representación”, dice Gadamer, “es por su posibilidad representación para alguien”[17]. La idea es que este mundo cerrado de sentido que es el juego, con sus propias reglas y su propio ordenamiento, se encuentra, por otro lado, abierto hacia el espectador (aunque al momento de jugar no haya espectador alguno). Esto mismo que ocurre de manera potencial en el juego, cobra actualidad en el caso del arte porque, podríamos decir, la obra de arte no realiza su sentido a menos que no sea en relación con alguien (un espectador) para quien es y que entiende ese sentido, que “se deja decir algo” por la obra de arte[18]. Gadamer afirmará por ello que la obra de arte es “el juego que ha ganado idealidad”[19]: la obra de arte es la forma más acabada y perfecta del juego porque ella es, ella misma, una unidad de sentido, un todo significativo que se realiza en su manifestación o representación para alguien (podríamos decir que mientras que el juego ha de desarrollarse, la obra de arte exhibe el proceso o desarrollo de manera “condensada”).
¿Qué significa que la obra de arte sea una unidad de sentido o un todo significativo? Volvamos nuevamente, para iluminar esta pregunta, a la noción de juego, según la cual, decíamos, lo que ocurre es que se instaura un mundo cerrado de sentido al cual el jugador se entrega. Este mundo de sentido, dice Gadamer, comprende “la verdad” del juego[20]. El sentido propio del juego es la verdad del juego. Lo que esto quiere decir, y será de vital importancia en la sección que sigue, es que el juego contiene en sí mismo su propio sentido, que no su verdad no se deja juzgar por analogías con la realidad o por patrones o criterios externos a él. Si en el juego yo soy una princesa vestida de dorado que vive en un castillo y espera el regreso de su príncipe azul, poco importa si es que, en realidad, soy una niña demasiado pequeña aún como para tener la experiencia del amor de una pareja, que viste blue jeans y vive en algún suburbio. La verdad del juego no depende de su referencia o correspondencia con la realidad, sino de la coherencia y articulación “al interior” de su propio sentido[21]. El juego, decíamos, instaura, en este sentido, un mundo cerrado de sentido.
En el caso de la obra de arte, es la obra misma la que se presenta como unidad de sentido o como un todo significativo abierto a la comprensión del espectador. Habíamos dicho ya que la obra de arte plasma de manera condensada aquel proceso que se desarrolla en el juego. La verdad del arte no depende, al igual que la verdad del juego, de que represente o “copie” estrictamente la realidad, no está en su correspondencia con lo que representa de la realidad (en ese sentido, la verdad del arte no depende de que un sujeto cognoscente distinga en el objeto artístico aquello a lo que hace referencia en la realidad, y pueda juzgar si lo hace bellamente o no), sino que, más bien, como dice Gadamer, el arte es una suerte de proceso de transformación en doble sentido. Por un lado, algo ha sido transformado, y el proceso ha concluido en la obra de arte. Podemos precisar ahora que esa “condensación” que, decíamos, resulta del proceso que la obra de arte plasma, se conforma en algo nuevo: una obra de arte que, en cierto sentido (solo en cierto sentido) se ha vuelto independiente del proceso. Por otro, el arte transforma, trastoca, “llena de espíritu” (como decíamos en relación con el juego) a aquel espectador que se ve envuelto en la experiencia de su verdad. Ambos lados están íntimamente vinculados: son dos aspectos de un mismo asunto. Pero tratemos brevemente de delinear cada uno de ellos.
Respecto de lo primero, lo que Gadamer nos dice es que aquello que se ha convertido en arte es un “conocimiento esencial”[22]. ¿Cómo entender esto? Quizá podamos expresar esto con más claridad si nos detenemos un momento en la noción de mímesis.
Mímesis suele traducirse por “imitación”, y esto puede resultar problemático por las connotaciones negativas que este término ha adquirido en la actualidad como “copia” o “réplica superficial”[23]. El sentido original del término, la relación mímica original, dice Gadamer, significa que lo representado está ahí, en la representación misma, de modo que se mantiene la referencia constantemente a lo representado, pero tal como es representado (no tal como es en la realidad). Si yo soy capaz de involucrarme, comprometerme con la obra de arte, si yo soy conmovida o afectada por ella, es porque yo reconozco en ella algo que me es conocido, pero representado de tal modo que “eleva” o “pone de relieve” algo esencial, algo más, de lo que ya conozco. Si la obra de arte es capaz de propiciar ese encuentro, es porque manifiesta, así, un “conocimiento esencial”[24]. La representación mimética conduce, en este sentido, a la esencia de lo representado. Pongamos un ejemplo: una tragedia griega como Edipo Rey no remite meramente al hecho concreto de la desgracia de Edipo. Lo que sucede es que, a través de la representación de la desgracia de Edipo, somos conducidos, digámoslo así, a la esencia misma de la desgracia. De lo que se nos habla no es del Edipo de carne y hueso que vivió en determinado momento y sufrió determinadas desgracias, sino que esa representación dramática de las desgracias de Edipo lo que nos expresa es una verdad, algo verdadero y esencial respecto de la naturaleza de la desgracia[25]. “La relación mímica original que estamos considerando contiene, pues, no solo el que lo representado esté ahí, sino también que haya llegado al ahí de la manera más auténtica. La imitación y la representación no son solo repetir copiando, sino que son conocimiento de la esencia. En cuanto que no son mera repetición sino verdadero ‘poner de relieve’, hay en ellas al mismo tiempo una referencia al espectador. Contienen en sí una referencia a todo aquel para quien pueda darse la representación”[26]. Esta última afirmación nos permite adentrarnos en el segundo aspecto o segunda transformación propiciada por la obra de arte entendida miméticamente.
Respecto de la transformación en el espectador, puede ya empezar a intuirse por dónde irá el asunto en Gadamer. Si la experiencia de la verdad del arte propicia un conocimiento esencial, queda claro que el espectador, a quien está necesariamente referida la obra de arte, no será el mismo luego de esa experiencia. Algo importante habrá ganado: habrá comprendido algo esencial[27]. Y es en ese momento que la unidad de sentido que es la obra de arte se actualiza o “realiza su sentido”. Tanto el actor cuando representa un papel (como el jugador que juega), así como aquel que interviene como espectador, participan recíprocamente de una construcción o totalidad de sentido. Y esta totalidad de sentido, dice Gadamer, “no es algo que sea en sí y que se encuentre además en una mediación que le es accidental, sino que solo en la mediación alcanza su verdadero ser”[28]. Digamos: solo en ese encuentro privilegiado encuentra su verdadero ser. Pensemos por un momento en lo que acontece cuando vamos a ver una tragedia (o una obra de teatro de cualquiera) representada actualmente. El actor ha leído la obra y ha preparado su papel. El espectador toma su sitio y se dispone a disfrutar de la función. Cuando esta empieza, ocurre lo siguiente: el actor, si hace bien su papel, si cumple con el cometido del juego que está jugando, representa la intención del poeta. Actúa de una determinada manera, el escenario está dispuesto de un modo especial, etc., y esta configuración es parte de aquello que se quiere transmitir. Él, literalmente, se entrega a su papel, desarrolla el sentido del mundo en el cual se encuentra inmerso. El espectador, por su parte, es atraído, converge por la representación en ese mismo mundo de sentido. Él también se entrega a la obra que está siendo reproducida de una determinada manera. Y el que esto ocurra no es un accidente: está en la naturaleza misma de la obra de arte el que se produzca esta relación recíproca, porque solo así el sentido de la obra llega verdaderamente a realizarse. Pero cuando esto sucede, “lo que media”, dice Gadamer, se cancela a sí mismo como mediador. La obra que está siendo reproducida, lo que está siendo escenificado, y que está, literalmente, la unidad de sentido de la obra y el espectador, deja de ser una mediación entre las partes para convertirse, justamente, en la unidad de ese sentido esencial. Es esa determinada manera en que la obra se reproduce y escenifica la que permite la manifestación o representación del contenido esencial de la obra. Se produce aquí lo que Gadamer llama una “mediación total” porque, al igual que en el juego, la fascinación que ejerce la obra de arte absorbe a sus participantes espectadores[29].
Quisiera comentar brevemente que veo aquí, en lo que Gadamer nos está diciendo, una suerte de estructura triádica: la obra representada – los que participan de la obra (principalmente espectadores) – la unidad de sentido que es la obra. La obra Edipo Rey, por ejemplo, es una, y sin embargo, se puede representar de distintas maneras. Más aun, ha sido representada, a lo largo de la historia, de múltiples maneras. Pero el texto de la obra sigue básicamente siendo el mismo. En cuanto a los espectadores, ellos mismos, también, cambian constantemente. Los hay originales (podríamos pensar en los griegos mismos que vieron la obra representada por primera vez), los hay modernos, los hay contemporáneos. Pero creo que aquí la idea es que es la representación de la obra la que posibilita su comprensión. Es la obra siendo representada (al igual que el juego que ha de ser jugado) la que logra vincular el sentido de la obra con los espectadores. Y es en esta vinculación que se manifiesta este conocimiento esencial al que se refiere Gadamer. Esto será vital también en el caso de la música, puesto que ella, por decirlo de algún modo, solo es en la medida en que se desarrolla, en que suena. Por lo pronto, me parece que esto que he llamado aquí “estructura triádica”, y que estamos asociado con la noción de mímesis aristotélica, demuestra la existencia de una dinámica o tensión propia de la experiencia del arte bastante más compleja que aquella que opone a un sujeto cognoscente con un objeto estético. Y es precisamente la noción de mímesis, como trataré de mostrar en lo que sigue, la que permite elaborar más adecuadamente esta tensión, sobre todo respecto del caso específico de la música. Esto se debe a que la aproximación a la experiencia del arte en términos miméticos impide, de entrada, distinciones tan tajantes como la mencionada entre sujeto y objeto, y de ese modo permite dejar abierta la relación entre “vida” y “arte” (“naturaleza” y “arte”, “creatividad” e “imitación”, etc.)[30].
II. DE LA MÍMESIS A LA MÚSICA
Quien me va a permitir dar este salto es el propio Aristóteles. Gadamer ya nos lo ha insinuado en su tratamiento de la noción de juego, pero con Aristóteles podremos sacar algunas conclusiones importantes respecto de la mímesis en general y del carácter especial de la mímesis musical. Veamos por qué.
En general, como hemos visto, la mímesis artística es concebida como la representación de un mundo o unidad de sentido (primer aspecto o transformación que mencionamos arriba) en relación con el cual el espectador ocupa la posición de testigo “absorbido” por la trama de esta representación (segundo aspecto o transformación). Esto quedó esclarecido con la rehabilitación del concepto de juego. Hemos visto también que la mímesis no necesita corresponder o hacer referencia directa a particulares identificables (hechos o cosas concretas), puesto que la experiencia de su verdad no depende de una correspondencia de este tipo sino de la coherencia o articulación (el sentido) “interna” de la obra. De modo que aquel viejo slogan con el que suele identificarse a la mímesis como “arte que imita a la naturaleza”, limita tremendamente la versatilidad y profundidad de esta noción[31]. Hemos colocado ejemplos de cómo esto se desarrolla en la representación dramática, pero es igualmente aplicable, con sus particularidades específicas, a las demás artes (plásticas, visuales, etc.[32]): los famosos girasoles de Van Gogh, o el igualmente famoso urinario de Duchamp, no nos informan de los girasoles de verdad ni pretende ser una copia real de un urinario común y corriente (al cual ni siquiera le prestamos atención), sino que nos transforman, nos conmueven, en la medida en que somos cautivados por esa experiencia significativa que, de algún modo enigmático, nos dice algo esencial a nosotros. Lo mismo sucede con las artes literarias: una novela guarda un mundo de sentido que se despliega narrativamente y al cual somos introducidos a través de la lectura.
Sin embargo, el caso de la música sigue siendo especialmente problemático, a pesar de estas especificaciones, porque ¿qué tipo de representación es esta que consiste en la interpretación musical? Los ejemplos que he colocado hasta aquí, siguiendo a Gadamer, son básicamente de representaciones escénicas, en las cuales, me parece, puede quedar claro en qué sentido decimos que lo que se está representando es un mundo de sentido que se despliega ante nosotros, visual, auditiva, material y vivencialmente. La comprensión de la música presenta, a diferencia de estos ejemplos, principalmente dos obstáculos con los cuales parece difícil de lidiar: en primer lugar, su carencia de materialidad (¿dónde está la música?, ¿dónde, cómo, se realiza su sentido?). En segundo lugar, su falta (aparente) de referencialidad (así como reconocemos en el cuadro de Van Gogh la presencia de unos girasoles; o en la escultura de Duchamp, la de un urinario; así como leemos, en un cuento o una novela, distintas vivencias que podemos imaginar; y así como vemos en el teatro acciones que nos resultan familiares, ¿qué es lo que reconocemos en la experiencia musical?, ¿con qué nos conectamos?, ¿dónde está esa unidad de sentido “condensada” de la que hablábamos antes?). La música parece escapársenos de las manos y de nuestros esquemas de referencias, parece no dejarse agarrar o articular, y sin embargo la experiencia a que ella induce es tan (o, para mí especialmente y de manera muy personal, incluso más) intensa y fuerte como en el caso del resto de artes. ¿Qué experiencia de verdad y comprensión es, pues, la que ella suscita? Aristóteles puede decirnos alguna cosas al respecto.
En el pasaje de la Política[33] (Libro 8, 1340a12-39), Aristóteles propone que las cualidades musicales de ritmo y melodía contienen “semejanzas” o “similitudes” (o “imitaciones”, el término en griego es homoiōmata, término complejo que mantiene esta ambigüedad entre “imitar algo” y “asemejarse a algo”[34]) del carácter (ēthos), o incluso de sentimientos éticos, y afirma, además, que las similitudes de carácter son estrictamente posibles solo en “objetos” de percepción auditiva. No debe entenderse esto como que la música es la más mimética de todas las artes, hemos visto ya que ambos aspectos centrales a la noción de mímesis (su unidad de sentido interno y su transformación o impacto en el espectador) están presentes también en otras prácticas artísticas; en este mismo pasaje, además, Aristóteles señala que, por ejemplo, en las artes visuales (donde la mediación es visual), se puede tener también signos o indicios del carácter. Sin embargo, la radical diferencia es que solo la música, dice Aristóteles, permite caracterizaciones completas del ēthos. Un pintor puede representar con el pincel y el color ciertos rasgos o indicios del carácter, pero esto, según Aristóteles, no cumple del todo con los criterios o aspectos de la mímesis[35] (un autorretrato de Van Gogh, por ejemplo, puede mostrarlo con el ceño fruncido y en una situación de penumbra con el fin de señalar cierto estado de ánimo compungido; sin embargo, señalar o indicar de esa manera un estado de ánimo no constituye caracterizar (“mimetizar”) por completo los modos de ese carácter). Esto tiene que ver con que un signo o señal es necesariamente relativo a aquello de lo cual es signo[36], y hemos visto ya que la mímesis propiamente entendida no se basa en la referencia a particulares identificables. Si bien, entonces, las obras miméticas pueden contener señales o signos, no son propiamente miméticas en virtud de dichos signos. La mímesis, en general, debe involucrar algo más (en la línea, me parece, de la “transformación” de la que hablaba Gadamer –de la “elevación hacia lo verdadero” o del “conocimiento esencial”– que hemos expuesto anteriormente).
En particular, respecto de la música, lo que dice Aristóteles es que hay “en” ella (en sus ritmos y melodías), “semejanzas” o “similitudes” del carácter; la música misma encarna o caracteriza las emociones y sentimientos que acompañan al carácter. Me permito aquí citar en extenso este pasaje de la Política de Aristóteles: “...hay que examinar... si la naturaleza de la música es más valiosa que la que se limita a la mencionada utilidad [el placer o deleite que acompaña a la música] y es preciso no solo participar del placer común que nace de ella, que todos perciben (pues la música implica un placer natural y por eso su uso es grato a personas de todas las edades y caracteres), sino ver si también contribuye de algún modo a la formación del carácter y del alma. Esto sería evidente si somos afectados en nuestro carácter por la música. Y que somos afectados por ella es manifiesto por muchas cosas y, especialmente, por las melodías de Olimpo; pues, según el consenso de todos, estas producen entusiasmo en las almas, y el entusiasmo es una afección del carácter del alma... Y, en los ritmos y en las melodías se dan imitaciones muy perfectas de la verdadera naturaleza de la ira y de la mansedumbre, y también de la fortaleza y de la templanza y de sus contrarios y de las demás disposiciones morales (y es evidente por los hechos: cambiamos el estado de ánimo al escuchar tales acordes), y la costumbre de experimentar dolor y gozo en semejantes imitaciones está próxima a nuestra manera de sentir en presencia de la verdad de esos sentimientos... en las melodías, en sí, hay imitaciones de los estados de carácter (y esto es evidente pues la naturaleza de los modos musicales desde el origen es diferente, de modo que los oyentes son afectados de manera distinta y no tienen la misma disposición respecto a cada uno de ellos)”[37].
Quisiera ahora extraer de esta extensa cita algunas cuestiones principales, algunas de las cuales ya se han ido mencionando en lo que va de esta sección, respecto de la experiencia musical y sus repercusiones en la mímesis en general. En primer lugar, Aristóteles examina si la música es valiosa por el placer que produce o si hay “algo más” en lo que ella contribuye. Su respuesta es afirmativa, y esto es compatible con el tratamiento que hace la Poética de la emoción trágica[38]: la música contribuye en la formación del carácter porque nuestro propio carácter (nuestro talante moral) es afectado, conmovido, trastocado por ella. Esto, por lo que hemos estado viendo, es propio de las artes miméticas en general (hemos visto ya con Gadamer que uno de los dos aspecto centrales de la mímesis es la transformación que propicia en el espectador). Aristóteles habla de esto en términos de que la que se ve afectada es nuestra “alma”, de modo que no se trata, pues, de puro placer o deleite corporal o sensorial. Pero el tema aquí es de qué manera particular se da esa transformación en la música, cuál es propiamente la naturaleza de la experiencia mimética musical.
A continuación, nos dice Aristóteles que las caracterizaciones o similitudes de carácter (“imitaciones”, dice la traducción) que se dan en la música a través de ritmos y melodías contienen la verdadera naturaleza de las disposiciones morales o de carácter. No es pues simplemente que hagan referencia a den indicios que permitan reconocer la disposición de carácter (hemos comentado ya la naturaleza de los recursos pictóricos o visuales y la distinción y comparación entre señalar o “ser signo de” y la “imitación” o presentación propiamente mimética), sino que ese carácter “está en” (encarnado, caracterizado) la música. La mímesis musical es concebida como una capacidad intrínseca a su sonido para presentar y transportar aspectos del carácter; la música tiene propiedades “semejantes” a las emociones, y tiene, por esa razón, el poder de poner a su audiencia en los estados de ánimo contenidos o caracterizados por ella. La experiencia de la música aparece, en Aristóteles, como un asunto que tiene que ver con experimentar emociones que no son solo insinuadas o señaladas (como en el caso de la pintura), sino que están en algún sentido puestas en ejecución por la obra. Lo central aquí es que se considera esta capacidad de la música para encarnar “semejanzas de carácter” como un asunto intrínseco de la obra[39] (tal como decía Gadamer respecto del juego, que instaura él mismo un mundo de sentido que se hace presente en tanto que el juego se desarrolle).
Lo que quiero resaltar particularmente de la mímesis musical, tal como la ha caracterizado Aristóteles, es el peculiar efecto que ella ejerce sobre sus oyentes (la idea de que “cambiamos el estado de ánimo al escucharla”). Esto supone que el oyente simultáneamente reconoce la emoción “en” la música y es llevado por ella a una respuesta inmediata que lo hace experimentar ese sentimiento “con” la música[40]. La música es, así, vehículo de experiencia del sentido “de la verdadera naturaleza de la ira y de la mansedumbre, y también de la fortaleza y de la templanza y de sus contrarios y de las demás disposiciones morales”. La mímesis, en esta lectura, está constituida en parte por las experiencias que abre e induce en su audiencia. El sentimiento o carácter, por decirlo de algún modo, está simultáneamente en la música y en el oyente.
Me parece que este peculiar efecto que la mímesis ejerce sobre su audiencia puede realizarse de manera cabal solo en la música, y cabe preguntarse si esto tiene que ver con los particulares obstáculos que la música presenta para su comprensión (su carencia de materialidad y su falta de referencialidad)[41]. Me explico. Al no tener soporte material alguno, la música, como comentábamos más arriba, no puede ser signo de nada. La música parece un enigma, un tipo de lenguaje enigmático especial que obedece sus propias normas sin proporcionarnos ningún punto de referencia, y que se mueve en su propio universo[42]. Y, sin embargo, la música nos dice algo a nosotros (dice algo para nosotros), nos dice algo de nosotros, y resuena en nosotros. Y es tal la resonancia en nosotros que, como dice Aristóteles, transforma nuestro de ánimo. Lo que quiero preguntarme aquí, sin estar segura de poder dar una respuesta consistente, y quizá más bien con el afán de tratar de formular preguntas que permitan abordar mejor la cuestión, es si aquella falta de materialidad y referencialidad no es la que ocasiona que, en el caso de la música, el encuentro privilegiado del que hemos venido hablando a lo largo de estas páginas se realice de manera especialmente intensa y a un nivel difícil de expresar con palabras. Porque, podríamos decir, el impacto de la música en nosotros es directo. Voy a poner un ejemplo para explicarme mejor: si yo veo un cuadro, tengo de alguna manera una relación con algo, un objeto, que permanece y que, como toda obra de arte, propicia una experiencia de verdad especial. El cuadro puede transmitirme, revelarme, muchas cosas, pero yo también puedo mover el cuadro de sitio o decidir no verlo (taparme los ojos, voltear el cuadro, incluso cubrirlo con pintura negra). Tengo una relación con una imagen y hay un objeto que permanece. Con la música esto ya no es tan claro, por no decir imposible. ¿Qué tanto depende de mi decisión el verme transportada por la música? A la música, por decirlo de alguna manera, no la puedo controlar: ella se despliega, se desarrolla, se “juega” a sí misma y solo es mientras está sonando. En ese sentido, la experiencia de la música es irrepetible en un modo más radical de lo que lo es la experiencia pictórica[43]. Quizá por ello sea tan difícil abordar, y haya sido tan poco explorada filosóficamente, la cuestión de la música. Dentro del mundo de las artes, ella es quizá la que más radicalmente se resista a ser conceptualizada[44]. Yo puedo pensar el cuadro que tengo ante mí, puedo describir sus características, puedo acercarme a él y notar con mayor detalle el tamaño de su trazo, el espesor de su pintura, su textura, etc. Puedo luego distanciarme y contemplar el conjunto de la imagen. Con la música no se puede tener este tipo de relación; ella es, quizá con mayor radicalidad también, una unidad de sentido en sí misma. Pero es una unidad especial, porque su unidad depende de su desarrollo temporal, del transcurso del tiempo: “la música... no es otra cosa que ese quedar detenido en el mismo llevar a cabo. Es cierto que en las demás artes el ‘comprender’ ha de tener la misma configuración del tiempo, y la verdad también ha de constituir, en estos casos, en llevar a cabo la comprensión. Pero solo en la música discurre como pura prolongación. En cualquier otro lugar hay algo que queda detenido dentro de esa prolongación”[45]. ¿Se puede pensar la música?[46] ¿O basta para su comprensión con vivirla dejándola que ella misma hable?[47]
III. CODA: DE LA MÚSICA A LA HERMENÉUTICA
No me voy a extender demasiado en esta última parte. Simplemente quiero apuntar aquí una cuestión a modo de cierre de este ensayo. En un artículo titulado “Estética y hermenéutica”, Gadamer se pregunta nuevamente si la estética es un tema hermenéutico o no, pero esta vez desde otra perspectiva: desde el cuestionamiento del carácter histórico de la obra de arte[48]. Si, más bien, como se muestra en la experiencia artística, la obra de arte tiene su propio presente y solo hasta cierto punto mantiene su origen histórico, en el sentido en que expresa una verdad que de ningún modo coincide con lo que el autor propiamente se había figurado; si, por ello, parece inferirse que la obra de arte se comunica a sí misma, ¿qué papel juega Hermes acá? ¿significa esto que la obra de arte no plantea una tarea a la hermenéutica? Gadamer responde enérgicamente que no, y va a reforzar ahora esta respuesta.
Si la tarea hermenéutica consiste en expresar y transmitir por medio de la interpretación lo que nos sale al encuentro y que no es comprensible de manera inmediata, entonces la comprensión del arte es una tarea hermenéutica fundamental. El problema con el modo como se ha planteado la cuestión en el párrafo anterior es que pareciera que la obra de arte tiene un significado único, original, propio, que en nada se enriquece cuando se manifiesta, en el momento histórico o en la tradición que fuere, para nosotros. Y esto está, como espero se haya mostrado a lo largo de este ensayo, lejos de ser lo que realmente ocurre en la experiencia artística[49].
El asunto está, más bien, en qué sentido tiene esto de “expresar y transmitir lo que no nos es inmediatamente comprensible”. Porque el arte también es un modo de comprender y expresar (y yo me animaría a decir hasta elaborar) algo que nos es “inmediatamente incomprensible”. Es un modo de comprender y expresar lo esencial. En la primera sección de este ensayo se señaló que Gadamer nos dice que aquello que se ha convertido en arte es un “conocimiento esencial”, y, en ese sentido, podríamos decir, el arte mismo es un vehículo de comprensión e interpretación: es un lenguaje. “Lo que constituye el lenguaje del arte es precisamente que le habla a la propia autocomprensión de cada uno, y lo hace en cuanto presente cada vez y por su propia actualidad. Más aún, es precisamente su actualidad la que hace que la obra de arte se convierta en lenguaje. Todo depende de cómo se dice algo”[50]. Cuando la obra de arte se hace presente ante nosotros, se actualiza, lo hace a través de su propio lenguaje, que es distinto del lenguaje hablado de todos los días, pero que es igual y esencialmente lenguaje. ¿Cuál es la “voz” de este lenguaje? ¿Quién habla a través de ella? “Naturalmente, no es el artista quien habla aquí”[51]. Aristóteles, sobre esto, también tiene algo que decirnos.
En un pasaje de la Poética, Aristóteles elogia a Homero por hablar muy poco “en su propia voz” (a diferencia de otros poetas épicos), pues no es por hablar de esa manera, según él, que el poeta es un artista mimético[52]. ¿Qué nos quieren decir? Se refiere a la diferenciación entre el uso del lenguaje poético y del lenguaje de proposiciones asertóricas acerca del mundo. La poesía, para Aristóteles, no consiste en proposiciones con un valor de verdad determinable (aunque algunas proposiciones puedan pertenecerle accidentalmente). Esto concuerda con lo que mencionábamos anteriormente respecto del tratamiento de Aristóteles de la emoción trágica y la posible conexión entre el estatus mimético y los universales o las condiciones de posibilidad de lo que es[53]. Esto concuerda también con lo expuesto por Gadamer respecto del “conocimiento esencial” que se ha transformado en obra de arte. “Universal”, “condiciones de posibilidad”, “esencial”... parece que el juego del arte, no por ser juego, es algo inocuo. Y su experiencia se muestra así como siendo algo fundamental de la existencia humana y del mundo[54].
[1] Título de la primera parte de Verdad y método. Esta obra se divide en tres partes principales: esta primera que se acaba de mencionar; una segunda, “Expansión de la cuestión de la verdad a la comprensión en las ciencias del espíritu”, que trata, como el título indica, propiamente la comprensión en las ciencias humanas y, particularmente, en la historia; y una tercera, “El lenguaje como hilo conductor del giro ontológico de la hermenéutica”, en la cual se plantea la universalidad del lenguaje como fundamento ontológico de la hermenéutica (Gadamer, Hans-Georg, Verdad y método, traducción de Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito, Salamanca: Sígueme, 2003, décima edición; en adelante, VM).
[2] No solo en Verdad y método afirma Gadamer la pertenencia a la hermenéutica de la pregunta por la verdad del arte. En otro lugar, asimismo, señala: “...la obra de arte nos dice algo y así, como algo que dice algo, pertenece al contexto de todo aquello que tenemos que comprender. Pero con ello resulta ser objeto de la hermenéutica” (Gadamer, Hans-Georg, “Estética y hermenéutica”, en: Estética y hermenéutica, Madrid: Tecnos, 1998, p. 57).
[3] VM, p. 142.
[4] Gadamer ya nos ha dicho anteriormente que “el verdadero problema que plantean las ciencias del espíritu al pensamiento es que su esencia no queda correctamente aprehendida si se las mide según el patrón progresivo de las leyes. La experiencia del mundo sociohistórico no se eleva a ciencia por el procedimiento inductivo de las ciencias naturales... el conocimiento histórico no busca ni pretende tomar el fenómeno concreto como caso de una regla general... Su idea más bien es comprender el fenómeno mismo en su concreción histórica y única. ¿Qué clase de conocimiento es este que comprende que algo sea como es porque comprende que así ha llegado a ser?” (ibid., pp. 32-33).
[5] Esta peculiaridad del arte es la que, me parece, hace que su experiencia sea de algún modo intransferible. Siempre que se conversa sobre arte, al menos en mi caso, suele suceder lo siguiente: podemos describir la obra, podemos narrar lo que la obra nos hizo pensar, incluso lo que nos hizo sentir, podemos referir miles de detalles que llamaron nuestra atención, y todas las asociaciones que hicimos a partir de ellos. Pero siempre hay algo más: hay algo que nos lleva a decir “No puedo contarte enteramente de qué se trata. Tienes que verlo (vivirlo) por ti mismo”. Es como decir: ten tú primero la experiencia, y luego conversemos. Esto no quiere decir, en absoluto, que esta experiencia no sea comunicable. Lo único que quiere decir es que, para que sea completa, siempre parece hacer falta que se tenga la experiencia o vivencia estética presente, que uno mismo haya pasado por esa experiencia. Gadamer formula esto de manera bastante esclarecedora: “Comprender lo que una obra de arte le dice a uno es entonces, ciertamente, un encuentro consigo mismo. Pero en tanto que encuentro con lo propio... la experiencia del arte es, en un sentido genuino, experiencia, y tiene que dominar cada vez la tarea que plantea la experiencia: integrarla en el todo de la orientación propia en el mundo y de la propia autocomprensión. Lo que constituye el lenguaje del arte es precisamente que le habla a la propia autocomprensión de cada uno, y lo hace en cuanto presente cada vez y por su propia actualidad” (Gadamer, Hans-Georg, “Estética y hermenéutica”, p. 60).
[6] Principalmente y de manera verdaderamente rica, en el capítulo segundo: “La ontología de la obra de arte y su significado hermenéutico”.
[7] Esta distinción entre conciencia estética y objeto estético parte, asimismo, del giro subjetivo por el que la estética pasa principalmente con Kant; se asienta en lo que Gadamer “la distinción estética”; y es parte de la dualidad moderna más general entre sujeto y objeto.
[8] En el caso de la interpretación musical, el especial vínculo entre “juego” y música es más manifiesto en el alemán original (así como en el inglés), lenguas donde la expresión misma “interpretar una pieza musical” o “tocar música” se traduce, literalmente, por “jugar música”: “Musik spielen” ( o “to play music”), cosa que no ocurre en español.
[9] Gadamer, Hans-Georg, “La música y el tiempo” (1988), en: Arte y verdad de la palabra, traducción de José Francisco Zúñiga García y Faustino Oncina, Barcelona: Paidós, 1998, p. 152.
[10] Ibid., p. 151.
[11] Esta expresión de Gadamer me trae de inmediato a la mente aquella conocida intuición wittgensteiniana, insinuada en el Prólogo de su Tractatus Logico-Philosophicus, respecto de los límites de lo que puede ser dicho. ¿Se refiere Gadamer a algo similar?
[12] Cf. Gadamer, Hans-Georg, “Estética y hermenéutica”, p. 57 (cf. nota 2).
[13] Cf. VM, p. 144. Ante la distinción estética anteriormente expuesta, Gadamer va más bien a presentarnos la “no-distinción” característica y esencial de la estética. Del mismo modo como, al aproximarse a la cuestión de la comprensión en las ciencias humanas o del espíritu, Gadamer parte de la experiencia de verdad “previa” a cualquier limitación o demarcación metodológica (“...ya desde su origen el problema de la hermenéutica va más allá de las fronteras impuestas por el concepto de método de la ciencia moderna. Comprender e interpretar textos no es solo una instancia científica, sino que pertenece con toda evidencia a la experiencia humana del mundo”; ibid., Introducción, p. 23); en el caso de la experiencia de la verdad del arte también se está buscando llegar a ese momento preliminar o encuentro privilegiado previo a cualquier distinción impuesta por la concepción moderna de ciencia. De ahí que Gadamer parta de la noción de juego para plantear esta “no-distinción”, pues la experiencia estética se asemeja, como veremos, más bien, a lo que ocurre en el juego.
[14] Ibid., p. 149.
[15] Ibid., p. 153.
[16] Cf. ibid., p. 151. Esto se ve más claro aún en los casos de juegos en los que el cometido es justamente representar algo (“jugar a la casita” o “jugar a los vaqueros”). El hombre suelta sus disposición o actitud cotidiana y se entrega al puro juego de la representación. En esa representación se cumple, justamente, el cometido del juego y del jugador.
[17] Ibid., p. 152. Es claro que en el caso de los juegos, sobre todo los juegos infantiles, esta referencia al espectador no es del todo evidente, pero no por eso excluye esta posibilidad de su esencia. El que un juego infantil no sea estrictamente “representado para...”, sino pura autorrepresentación, no excluye de su naturaleza el que tenga potencialmente esta referencia, pues ella es esencial a toda representación.
[18] Cf. Gadamer, Hans-Georg, “Estética y hermenéutica”, p. 60.
[19] Cf. VM, p. 153.
[20] Cf. ibid., p. 156.
[21] Inevitable es aquí encontrar resonancias con la noción wittgensteiniana de “juegos de lenguaje”, especialmente con dos de sus características generales. Primero, que las “reglas de juego” rigen al interior del juego, y que por ello solo se las aprende jugando (con la práctica, teniendo la experiencia; más aun, solo se aprende a modificar o quebrar las reglas luego de que uno ha participado en ellas y se ha familiarizado, ha interiorizado esas reglas). Segundo, que, como juego, implica siempre la participación de más de uno, en el mismo sentido en que, para Wittgestein, no existe un lenguaje privado. El mismo Gadamer dirá, análogamente, que, en sentido estricto, no existe el juego en solitario (cf. ibid., p. 148). Inevitable me resulta a mí, asimismo, recordar en este punto a Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, porque me parece un ejemplo magistral de un mundo (cerrado en sí mismo) que es completamente absurdo y a la vez maravillosamente coherente consigo mismo. Recuerdo sobre todo cierto diálogo entre Alicia y Humpty Dumpty:
“—Cuando yo empleo una palabra —dijo Humpty Dumpty con el mismo tono despectivo— esa palabra significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos.
—La cuestión es saber —dijo Alicia— si se puede hacer que las palabras signifiquen cosas diferentes.
—La cuestión es saber —dijo Humpty Dumpty— quién dará la norma... y punto.”
Sé que este pasaje de Alicia a través del espejo que traigo a colación es complejo, sumamente sugerente y que ameritaría un mayor comentario. Sin embargo, quisiera simplemente señalar que la objeción de Alicia puede interpretarse como la concepción “representacionalista” o “referencialista” del lenguaje (o del juego), según la cual, cada palabra, como si fuera un espejo, representa o refiere a una cosa en particular, de modo que cada palabra solo puede significar aquello que representa, ni más ni menos. Ante eso, la posición de Humpty Dumpty abre las puertas a una concepción más dinámica del lenguaje (y del juego), puesto que, en la medida en que es conciente de que el lenguaje es en parte importante una cuestión de convención, sabe que el significado de las palabras depende de las normas del juego del lenguaje que se juegue, sabe que el asunto se decide al interior del juego.
[22] Cf. VM, p. 157.
[23] Esta traducción proviene de la versión latina imitatio. Acá hay que tener principalmente en cuenta lo siguiente: si bien en siglos pasados (XV, XVI, etc.) sí tuvo sentido traducir mimesis por imitación, hoy en día esa traducción ya no es la más adecuada debido a sus implicancias peyorativas. Por ello hay que ser muy cautelosos con la suposición de que podemos automáticamente captar lo que otros en el pasado querían decir con imitación (cf. Halliwell, Stephen, The Aesthetic of Mimesis: Ancient texts and modern problems, Princeton: Princeton University Press, 2002, pp. 13-14). La noción de mímesis, como trataremos de explicar en lo que sigue, es bastante más ambigua, compleja y rica de lo que hoy entendemos por “imitación”, y guarda en su seno estos dos aspectos que estamos aquí mencionando.
[24] Cf. VM, pp. 157-158.
[25] Aristóteles trata, en la Poética, a la emoción trágica de esta manera: el efecto, por ejemplo, de la piedad y el miedo trabajados en la obra deben tomar cuerpo en la construcción dramática misma, la piedad y el miedo en el espectador son los resultados del reconocimiento y la comprensión del, digamos, “modo de ser” de la piedad y el miedo en el mundo imaginado por el drama. Esto lo hace recurriendo a una sugerente distinción entre la labor del historiador y la labor del poeta. El poeta se diferencia del historiador por el estatus mimético de su trabajo: “...resulta claro por lo expuesto que no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad. En efecto, el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa... la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder. Por eso también la poesía es más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia, lo particular. Es general a qué tipo de hombres les ocurre decir o hacer tales o cuales cosas verosímil o necesariamente, que es a lo que tiende la poesía, aunque luego ponga nombres a los personajes; y particular, qué hizo o qué le sucedió a Alcibíades” (Aristóteles, Poética, edición de Valentín García Yerba, Madrid: Gredos, 1999, Libro 9, 1451a38-1451b10, pp. 157-158; en adelante: Poética). El pasaje sugiere una posible conexión entre el estatus mimético y los universales o las condiciones de posibilidad de lo que es (en la medida en que se habla de “lo que podría ser” o de “lo verosímil”). Cf. Halliwell, Stephen, o.c., p. 163.
[26] VM, p. 159. Con esto volvemos al tema de que el espectador (la referencia de la representación) completa y es de tal modo esencial a la experiencia de la verdad del arte, que la moderna caracterización sujeto/objeto le es por entero insuficiente y errada. El juego no se reduce a un conjunto o esquema de normas y prescripciones de comportamiento que el sujeto puede seguir libremente. La escenificación de una tragedia no es simplemente un juego cualquiera que el actor puede reproducir ante nosotros para nuestro deleite. Ambos implican, en realidad, la entrada a una existencia autónoma, a un mundo de sentido del cual el espectador es parte esencial porque el sentido es para él (cf. ibid., p. 161).
[27] Aquí se da el giro a la “conciencia estética” que Gadamer quería rescatar con el concepto de juego: “El ‘sujeto’ de la experiencia del arte, lo que permanece y queda constante, no es la subjetivad del que experimenta sino la obra misma” (ibid., p. 145). La obra de arte adquiere su verdadero sentido justamente cuando deja de ser un simple objeto más que está frente a nosotros y se convierte en una experiencia que, en el sentido que estamos exponiendo, modifica al sujeto.
[28] Ibid., p. 162.
[29] Dicho sea de paso, porque no es un tema del que me vaya a ocupar en esta ocasión, creo que por aquí podemos ir viendo ciertas anticipaciones de la noción gadameriana de “fusión de horizontes”.
[30] Cf. Halliwell, Stephen, o.c., pp. 12-13.
[31] Cf. ibid., p. 13.
[32] El tratamiento de la mímesis en la Antigüedad abarcaba, en general, a las artes músico-poiéticas y visuales (poesía, pintura, escultura, danza, música, también actividades como la actuación teatral), las cuales eran agrupadas todas juntas como artes miméticas. Tanto Platón como Aristóteles hacen referencia explícita a esta categorización de artes miméticas, y ambos, a su manera, la toman como punto de partida para sus reflexiones teóricas de las artes en cuestión. Llamar “mimético” a un tipo de actividad o trabajo es, para Aristóteles, situarlo en un contexto de prácticas culturales que surgen de ciertos instintos humanos: “Parece haber dado origen a la poética fundamentalmente dos causas, y ambas naturales. El imitar, en efecto, es connatural al hombre desde la niñez, y se diferencia de los demás animales en que es muy inclinado a la imitación y por la imitación adquiere sus primeros conocimientos, y también el que todos disfruten con las obras de imitación. Y es prueba de esto lo que sucede en la práctica; pues hay seres cuyo aspecto real nos molesta, pero nos gusta ver su imagen ejecutada con la mayor fidelidad posible, por ejemplo, figuras de los animales más repugnantes y de cadáveres. Y también es causa de esto que aprender agrada muchísimo no solo a los filósofos, sino igualmente a los demás, aunque lo comparten escasamente. Por eso, en efecto, disfrutan viendo la imágenes, pues sucede que, al contemplarlas, aprenden y deducen qué es cada cosa, por ejemplo, que este es aquel; pues, si uno no ha visto antes al retratado, no producirá placer como imitación, sino por la ejecución, o por el color o por alguna cosa semejante. Siéndonos, pues, natural el imitar, así como la armonía...” (Poética, 4, 1448b4-21, pp. 135-136). El estatus mimético de ciertos objetos de arte es un asunto que tiene que ver con que ellos tienen un contenido significante que puede y debe ser reconocido y comprendido por sus audiencias (cf. Halliwell, Stephen, o.c., pp. 20-21, 152-153).
[33] Es curioso que uno de los pasajes donde Aristóteles comenta la cuestión de la mímesis musical se encuentre precisamente en una obra como la Política. No voy a desarrollar, en este ensayo, nada al respecto, pero sin embargo me parece interesante llamar la atención sobre este punto, ya que, como se verá a continuación, hay una estrecha relación entre música y ēthos, término de difícil traducción, pero que en este contexto habría que asociar con carácter, sentimiento, manera de ser, temperamento, pero sin perder de vista su relación con el sentido propiamente moral o ético con que carga el término.
[34] Esta ambigüedad puede ser expresada, en términos lógicos, de la siguiente manera: si yo digo que A es igual B, y digo luego que A se asemeja a B, nos encontramos con la peculiar situación de que A, a la vez que es lo mismo que B, es distinto de B. Esa es la ambigüedad que el término homoiōmata, en particular, y que la noción de mímesis en general, contiene y mantiene. Halliwell, por ejemplo, prefiere traducirlo por ello por “presentaciones miméticas”. Sin embargo en la mayoría de traducciones clásica, como la que utilizaremos a continuación, se ha continuado traduciendo sencillamente por “imitación”. Quizá una buena forma de referirse a él, al menos en este contexto, sea mediante el verbo “caracterizar”, en el sentido de encarnar un carácter o un modo de ser del carácter.
[35] “…ocurre que en las demás sensaciones no hay imitación ninguna de los estados morales, por ejemplo en las del tacto y el gusto, pero en las de la vista la imitación es ligera. (Hay, en efecto, figuras con tales efectos, pero en escasa medida... además, no son imitaciones de los caracteres, sino que las figuras y colores presentes son más bien signos de esos caracteres, y estos signos son expresión corporal de las pasiones)... En cambio en las melodías, en sí, hay imitaciones de los estados de carácter (y esto es evidente pues la naturaleza de los modos musicales desde el origen es diferente, de modo que los oyentes son afectados de manera distinta y no tienen la misma disposición respecto a cada uno de ellos)” (Aristóteles, Política, traducción de Manuel García Valdés, Madrid: Gredos, 1999, Libro 8, 1340a25-43, p. 468; en adelante, Política).
[36] Cf. Halliwell, Stephen, o.c., pp. 158-159.
[37] Política, Libro 8, 1339b43-1340a43, pp. 466-468.
[38] Ver nota al pie número 25.
[39] Cf. Halliwell, Stephen, o.c., pp. 160-161.
[40] Esto se asemeja al carácter de simultaneidad que Gadamer también le confiere a la obra de arte, y que consiste, para él, en un participar o asistir. Gadamer compara este especial carácter temporal con lo que significa asistir a una fiesta como espectador. Uno solo puede ser espectador si es que está presente en ella. Pero esta asistencia no es neutral (“la asistencia es algo más que la simple copresencia con algo que también está ahí”, algo que podría estar sucediendo independientemente de nosotros); la asistencia es en cada caso participación (cf. VM, pp. 168-169): “En nuestro sentido ‘simultaneidad’ quiere decir... que algo único que se nos representa, por lejano que sea su origen, gana en su representación una plena presencia. La simultaneidad no es, pues, el modo como algo está dado a la conciencia, sino que es una tarea para esta y un rendimiento que se le exige. Consiste en atenerse a la cosa de manera que esta se haga ‘simultanea’, lo que significa que toda mediación queda cancelada en una actualidad total” (ibid., p. 173).
[41] Cabe preguntarse, asimismo, aunque no sea mi intención responder a esto en este lugar, si la compatibilidad y estrechez entre música y tragedia no se debe a que la representación trágica original incluía la figura importantísima del coro.
[42] Cf. Gadamer, Hans-Georg, “La música y el tiempo”, pp. 151-153.
[43] Cf. ibid., p. 154.
[44] “¿Realmente es el mundo de los sonidos, como el de la matemática, un mundo tan completamente distinto del mundo interpretado por los sonidos naturales del lenguaje?” (ibid., p. 153). Cf. Gadamer, Hans-Georg, “Estética y hermenéutica”, p. 61.
[45] Cf. Gadamer, Hans-Georg, “La música y el tiempo”, pp. 155-156.
[46] “Si el asunto de la filosofía es entender el pensar... esta tarea lo incluye casi todo. Sin embargo, pueden darse algunas pocas cosas que ofrecen una resistencia insuperable a esa empresa... Dondequiera que el lenguaje vaya, por delante, con nosotros, el concebir de los conceptos puede lograr sobrepasar algunas barreras. Pero allí donde el lenguaje no va por delante, sino que queda rezagado, hay dos grandes enigmas que nos atormentan, que son reiteradamente encomendados al filosofar sin permitir ver vías de solución. Concretamente, esto es lo que ocurre, sin duda, en dos campos de nuestro mundo cultural europeo, en el ámbito de la música y en el ámbito de la matemática” (ibid., p. 151).
[47] “Al dejar que un texto hable, al poderlo hacer, lo llamamos interpretación. Parece ser lo mismo que hace quien hace música y lo mismo que hace el lector cuando lee con comprensión” (ibid., p. 154).
[48] Cf. Gadamer, Hans-Georg, “Estética y hermenéutica”, pp. 55-56.
[49] Gadamer dice que la dimensión propia del problema de la relación entre estética y hermenéutica queda más adecuadamente planteada en la siguiente pregunta: “¿Es que realmente una obra de arte procedente de mundos de vida pasados o extraños y trasladada a nuestro, formado históricamente, se convierte en mero objeto de un placer estético-histórico y no dice nada más que aquello que tenía originalmente que decir?” (ibid., p. 56). A propósito, se puede recordar el tratamiento gadameriano de la cuestión de la “temporalidad de lo estético” (cf. VM, pp. 166-174), en el que señala que el verdadero problema no está en que la obra de arte se sustraiga del tiempo, sino precisamente en su temporalidad.
[50] Gadamer, Hans-Georg, “Estética y hermenéutica”, pp. 60-61
[51] Ibid., p. 61.
[52] “Homero es digno de alabanza por otras muchas razones, pero sobre todo por ser el único de los poetas que no ignora lo que debe hacer. Personalmente, en efecto, el poeta debe decir muy pocas cosas; pues, al hacer esto, no es imitador. Ahora bien, los demás continuamente están en escena ellos mismos, e imitan pocas cosas y pocas veces. Él, en cambio, tras un breve preámbulo, introduce al punto un varón, o una mujer, o algún otro personaje, y ninguno sin carácter, sino caracterizado” (Poética, 24, 1460a5-11, pp. 221-222).
[53] Cf. Halliwell, Stephen, oc., pp. 163, 165-167.
[54] Para cerrar, me voy a permitir hacer otra vez una cita en extenso:
“He escrito poco. Siempre metida en el mundo de las formas y los espacios: mi lenguaje natural. Escribir es un reto para mí y más cuando tengo que escribir sobre mí misma. Doble trabajo...
En la escuela decidí por la escultura impulsada por la fantasía de quedarme ciega –ciega podría modelar, tocar la forma, sentir el espacio–. Una de mis maestras me había dicho que lo único que me podía perder era mi propia habilidad; decidí luchar contra la fácil, cuando dominaba un material lo cambiaba. Trabajar materiales resistentes hasta llegar a la síntesis –decir lo más que podía con el menor recurso–. Inclusive sacrifiqué la mano de obra, que la máquina realizara mi sentimiento, que el mensaje llegara pese a todas las limitaciones que me imponía.
No creo que sea original; la búsqueda de nuevos elementos con qué comunicarnos es una característica de la humanidad y yo soy parte de ella. Hay tanto que decir y de tantas formas. Siempre siento que recién estoy empezando. Cada escultura es un nuevo nacer y después ya no tiene importancia. Estoy en la siguiente.
Solo con mis hijos es constante porque ellos no tiene límite, siguen creciendo y desarrollándose. La obra de arte tiene un comienzo y también un final; lo que hago con ella en el proceso es una conversación entre el impulso creativo que viene de atrás, de arriba: yo en el medio, como hacedora, mediadora, y el material que recibe la proyección y responde. Hay que saber escoger la materia y concretarla aquí, abajo, en la realidad; luego ella es responsable de sí misma, siempre y cuando yo sea honesta con lo que tengo que transmitir y eso uno, artista, lo sabe adentro; y el público receptor también es responsable. Se puede demorar, pero a la larga lo puede sentir y comprender –los seres humanos estamos unidos por los sentimientos, lo que creo es que muchas veces el arte habla de sentimientos que no se llegan a sentir fácilmente, o zonas de la percepción que no se despiertan; eso ya es un asunto del que recibe, si puede recibir.
Mi marido dice que soy una ‘conchuda’ porque me eximo de toda responsabilidad, pero ser intermediaria no es tarea fácil –aunque parezca. La decisión está en mí, en la forma, en el espacio que ocupa, en el material y más que nada, en lo que hay que decir. No es poco.” (Prager, Sonia, “Sonia Prager por Sonia Prager”, en: Socialismo y participación, 63 (noviembre 1993), pp. 109, 111-112).
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